Textura Del Insulto

Por ANA BAÑOS, PSICOANALISTA / JULIO 14, 2007

Textura del insulto

EL QUE HABLA, AL HABLAR, NO SABE LO QUE DICE
En el septiembre del 2006, en una visita a su natal Alemania, Benedicto XVI citó a un emperador cristiano del siglo catorce (Manuel II de Constantinopla) quien dijo que el profeta Mahoma sólo había traído violencia al mundo. Tras esas palabras, el mundo musulmán se sintió ofendido, se dijo que lo dicho por Benedicto era abominable y hostil. Las manifestaciones públicas contra el Papa no se hicieron esperar. Los gobiernos y sociedades islámicas romperían relaciones con el Vaticano si el Papa no pedía disculpas. El vocero de la Santa Sede declaró, en varias ocasiones, que no había sido la intención del Benedicto herir los sentimientos de los creyentes musulmanes, sino dejar en claro que rechazaba la violencia motivada por la religión. 

El que habla, al hablar no sabe lo que dice, sea porque dice más, sea porque dice menos; lo único seguro es que en toda ocasión dirá más o menos lo que quiere decir. 

Hablar es un acto corporal, no hay separación habla-cuerpo y es precisamente por su naturaleza corporal que las palabras afectan a otros cuerpos. Hasta nuevo aviso, nadie puede hablar sin un cuerpo. 

Sigmund Freud localizó en su práctica clínica: 1) que los cuerpos dolientes y paralizados de sus pacientes históricas, hablaban y 2) que el hablar no era sin un cuerpo. 
Fue una de esas mujeres, Bertha Pappenheim, quien nombró a la experiencia que realizaba en compañía de Freud: “talking cure” (la cura por la palabra).

El escándalo consiste en que el acto no puede saber lo que está haciendo. El acto de un cuerpo parlante es siempre, en cierta medida, desconocedor de aquello que produce. El acto del habla dice más o dice de un modo diferente. 

En las escenas escolares, cada acto de palabra atraviesa el cuerpo, cada cuerpo vive tocado por ese acto. Cada acto se queda quieto en una palabra, cada palabra se inquieta en un cuerpo. Cada acto tiene una intensidad, cada intensidad anida diferente en una piel. Cada acto rebota contra otro acto, cada rebote queda soñando en una memoria. 
¿Cómo subrayar entonces, lo que esos actos de habla proponen, preguntan, desean, quieren o propician?

Hacer con el lenguaje es la medida de nuestras vidas humanas. J. L. Austin escribió el libro ¿C
ómo hacer cosas con las palabras?. Si podemos hacer con el lenguaje, tenemos las condiciones para hacer cosas con palabras que salgan de la lógica del poder, y producir así efectos con el lenguaje precisamente en las escenas escolares.

HACER COSAS CON LAS PALABRAS
Los hablantes reconocemos que las palabras tambi
én pueden lastimar. Si eso sucede las palabras duelen, hieren: “Cuando me dijo eso, sentí un golpe en el estómago”, “Sólo de oírle hasta me dolió la cabeza”, “Tus palabras me atropellan”, “Me matas al decirme esto”. Estas expresiones sugieren que el lenguaje actúa de forma similar a aquello que causa una herida o un dolor físico. 

En la medida que un humano tiene dolor es humano, acceso al derecho de sufrir, el sufrimiento que se revela como humano. Hoy hay medicamentos que borran el dolor, el dolor es inconmensurable, pero es el signo de que estamos ante un humano todav
ía.

Austin propone en su libro, que para saber qué hace efectiva la fuerza, el golpe de un enunciado, c
ómo se establece su carácter performativo se debe primero localizar el enunciado en una situación de habla. Austin distingue entre los enunciados performativos dos tipos: 1) los ilocucionarios y 2) los perlocucionarios. Los ilocucionarios son aquellos que cuando dicen algo, hacen lo que dicen: decir es hacer. Los perlocucionarios dicen algo y ese decir produce efectos.

La palabra Preformativo es neologismo, en español diríamos realizativo, precisamente porque al tiempo de enunciar se realizan cosas. El insulto es una de esas palabras que hacen cosas como también sucede con la promesa, la orden, el juramento, la maldición.

Cuando alguien dice “yo prometo” este acto no puede evaluarse -como suele hacerse- en términos de verdad o falsedad, ni se trata de evaluar la sinceridad. El hecho de prometer se realiza en el instante mismo en el que se emite el enunciado, ahí no se describe un hecho, sino que se realiza una acción.

En una boda se pregunta: ¿Acepta usted a fulanita por esposa?, el decir ¡Acepto! es hacer, ¡los declaro ahora! (otro acto realizativo) ¡marido y mujer!. 

EL INSULTO QUE BUSCA DEGRADAR Y EN LA MISMA MANIOBRA NOS INCLUYE EN LO SOCIAL
Insultar es otra forma de hacer al decir, el insulto busca degradar por ejemplo, la inteligencia: ¡mentecato! (mentecato del latín mente captus: falto de mente), ¡idiota!, ¡imbécil!; el insulto también busca degradar social y sexualmente: ¡ladrón!, ¡pendejo!, ¡maricón!, ¡puto!.

En todo insulto hay algo que se excede. Si acepto la degradación quedo afectado, puesto que, claro, ¡soy perfecto! Un insulto requiere que uno tenga ciego ese defecto que el insulto toca. 

Si me dicen chaparro y eso me insulta, ha de ser porque soy ciego a la chaparrez que me constituye. Pero si acepto que soy chaparro, lo chaparro me da un lugar. El arma del insulto tiene estrecha relación con la herida, la herida arma lo que le hace sufrir. El ofendido confirma la marca y la degradación.

El insulto y el nombre tiene una característica en común: nos llama, nos convoca. Si voy por la calle y alguien grita ¡Ana!, ¡Ana!, acaso voltearé, si me llamo así, pues ese nombre me llama. El insulto provoca pues es un llamado que solicita una respuesta. La respuesta es la muestra de que el insulto nos insulta y nos llama (ambas cosas). 

El insulto tiene una característica que a su vez encontramos en la vergüenza. Cuando alguien es capturado en estado de vergüenza es capturado en una marca de algo que le produce esa vergüenza. 

A su vez, el insulto tiene un circuito semejante al chiste, nadie ríe de un chiste si no es del barrio. El efecto, tanto de risa en uno, como el agravio, en el otro se producen por un campo compartido. Todo lo que es humano es social, está inserto en una cadena, tanto el que insulta como el que es insultado. Si un sujeto comparte un lazo social que lo trasciende puede modificarlo. El insulto tiene una propiedad degradante y aunque así sea, me puedo tomar de ahí para existir en la sociedad. 

Si me apodan ¡Piggi! Aquello que busca dejarme fuera, excluirme, precisamente por ese nombre quedo incluido en lo social. Los niños son crueles, el apodo que se ponen unos a otros es crueldad sin parangón. El apodo que al principio es un insulto, a posteriori, se incluye como nombre, como reconocimiento. Cuando el apodo funciona como un nombre propio ha dejado de ser agravio. 

EL INSULTO SE DIRIGE AL CUERPO, GOLPA EL CUERPO, NO LA IMAGEN DEL CUERPO
En un paisaje rural, un auto sale de una curva zigzagueando envuelto en una enorme polvareda. El automovilista que apenas recupera la horizontal -tras esa maniobra apresurada- grita una frase al auto que pasa en dirección opuesta: ¡Cerdo! Enceguecido, encolerizado, este hombre empieza a maldecir también: @#%&?!  @#%&?!  ¡Ni me conoces, pendejo!, ¿cómo te atreves a decirme? En eso, un fuerte golpe le impone freno a sus injurias. Al bajarse cae en cuenta, atropelló a un cuerpo tirado en el camino. En ese instante, el sujeto de la frase proferida revela dónde estaba el cerdo.

El que es tomado por un insulto queda fuera de la historia, el impacto es desorientador. ¿Qué es lo que produce desorientación? ¿Por qué el insulto rompe eso que orienta el sentido, la imagen del yo? Si queda desorientado es porque alguien es puesto en su lugar. Puede ocurrir que ese lugar está constituido por aquello, precisamente, que no tiene lugar. Eso es esa parte del cuerpo que no tiene lugar en la imagen corporal.

EL INSULTO MUESTRA UN CIRCUITO DE EXTIMIEDAD
El insulto desde afuera hace aparecer lo de adentro. El insulto hace devenir lo ajeno en lo más íntimo. El insulto lesiona el cuerpo de aquel que lo recibe, si hay herida es por la pérdida de las protecciones corporales: simbólicas e imaginarias. Si se ha perdido el ropaje imaginario que cubre al cuerpo, el cuerpo muestra sus miserias. 

El insulto golpea el cuerpo, porque muestra un punto ciego, que no está en la imagen ideal. En la imagen que cada uno tiene de sí, no aparecen los defectos (por eso es imagen ideal), y cuando aparecen, la imagen se cae.

LAS MISERIAS QUE NOS CONSTITUYEN
Las miserias son aquello que nos constituye como humanos, si uno las reconoce, no tiene que seguir cargándolas, una vez reconocidas puede deshacerse de eso; pero si las incorpora queda esclavo de esas miserias que lo constituyen.

Vivimos en un mundo de lenguaje. Lenguaje que nos hiere también nos cuida; agarrándonos de él somos cuidados. El insulto no es un absoluto, no es una totalidad, es un reversible, da lugar un lugar a una transformación del sujeto. El insulto no es el descubrimiento de un defecto, sino la constitución de un sujeto. El insulto es la constitución de un sujeto llamado defecto. El insulto hace aparecer un sujeto de lo excluido. Las nuevas tecnologías generan tipos distintos de sujeto excluidos.

 

anajbanos@hotmail.com