En el principio está el grito, la infancia está en el grito.

La infancia, dista de ser una etapa de la vida, la infancia no es lo fabricado sino el milagro de lo que comienza, el momento en el que algo nuevo se inicia, una apertura.

Infancia es lo que no habla, deriva del latín Infans, palabra compuesta de "in” negación y del verbo en participio "for, faris", que significa hablar.

La infancia no es sólo una edad de la vida que luego pasa, la infancia está en todos los actos de palabra, se hace presente cuando hombres y mujeres hablan porque la palabra recibe su determinación en lo indecible.

Nacidas para decir, para darse a la luz, para parir, las palabras buscan ser escuchadas, ser vistas, ser tocadas, buscan comunicar lo incomunicable (lo inefable), pero sólo transmiten –en su silencio- un imposible de decir, el punto del cual emerge su nada. Nunca se dice más que en lo no dicho.

Entrar a la vida es hacer experiencia con lo inefable. La experiencia no es aquello que experimentamos, sino eso otro que hace experiencia en nosotros, que nos determina. Po ejemplo cuando alguien habla algo de lo vivido, las palabras no le alcanzan, no todo puede ser dicho, no todo puede ser simbolizado, siempre queda un resto no dicho. Es esa nada. La nada está en constante parto, una nada que plantea el deseo en el campo del amor.

La infancia no es lo dado, ni lo fabricado, sino el momento donde algo va a tomar su propia forma.

El grito de un bebé, el balbuceo, es un inicio, es un desafío a la pretensión de fabricar la condición humana.

Es el paso de la nada, una nada que nada puede prever, no se sabe lo que inicia. Nadie sabe que sucederá después, se está en las manos del puro acontecimiento.

Cada inicio tiene algo de delirante. Hacer delirar la vida en la palabra es, quizá, enloquecerla en su de-letreo. Es decirla de otro modo, es alterarla. El alter, altera.

La ciencia moderna ignora la condición humana, es decir, la condición de que hay un sujeto que toma siempre algo por otra cosa.

La vida humana es el asunto más anormal, en otras palabras es la norma de la anormalidad.

La palabra delirada es esa locura de hacer que hablen las cosas mudas, que se vuelva palabras. El grito no es más que grito mudo, grito en el vacío, tal como lo muestra el célebre grabado de Munich.

Esa palabra delirada se ofrece como don, como don de la palabra.
Dar la palabra es dar una promesa.
En el llanto, en el balbuceo, esa masa sonora, indiferenciada ofrece la posibilidad de efectuar un corte para que aparezca un sonido con una significación. Un grito una acción desesperada de decir algo.
Atribuir intenciones, necesidades, gustos predilecciones y aportar un sentido a aquello que tiene apariencia de incomprensible, permite ubicar a un niño como hablante.

Que una madre, por ejemplo diga a su bebé recién nacido: “¡Ah verdad! ¿Me viste pasar cerca de ti y ya quieres que te cargue?” Si esa experiencia de atribuir sentido, anticipa una predilección por los brazos de la madre, en donde solo hay un balbuceo. Precisamente se trata de que la ilusión anticipe un niño, en donde sólo hay un infante, un bebé, así suele operar la eficacia de las ilusiones.
Es la madre y no el hijo, la que dice lo qué pide el llanto. Es una demanda atribuida al infante. No hay nada que garantice previamente a la experiencia que se trata de eso. Nadie lo puede garantizar. Es pura apuesta, es un riesgo a tomar. Lo importante es que ese llanto, esa voz impactó el cuerpo de la madre, la afectó y eso sólo ocurre cuando a esa y sólo a ella le concierne su hijo.
La función materna existe en una apuesta, porque recién al apostarlo el sujeto existe, es producido al mismo tiempo y en la misma jugada. Es un preformativo.

A Pascal le preguntaron que si existía Dios, el respondió APUESTO que Dios existe. La apuesta es una estructura constitutiva. Así desde antes de su nacimiento los padres pascalizan al niño de tal modo que pueden soñar desde antes del parto, que será por ejemplo, ingeniero, médico o presidente.

La pascalización implica que el llanto del bebé presenta algo para alguien. Esa es una definición de signo. Un signo representa algo para alguien.

En todo análisis hay muchas quejas acerca de la madre. Esas quejas demuestran la suerte del sujeto de haber tenido una madre, de haber significado algo para alguien. Entonces si se tiene suerte, uno se podrá quejar de su madre. Pero no todos los humanos corren con esa suerte, los niños de la calle confirman que no se esperaba una graduación o éxito en el futuro.

Que un niño signifique algo para alguien demuestra ya que está inmerso en el lenguaje.

Cuando ET aparece ante un terrestre, el miedo se impondrá en la medida que es imposible identificar qué quiere ese extraterrestre. En cuanto se logra un punto identificatorio con el extraterrestre dejará de ser el ET algo totalmente exterior y amenazante para ser algo identificable, integrable. Por ejemplo, en el film de Spielberg, fue hasta que humano y extraterrestre convienen en saludarse tocándose la punta de los índices de la mano. Ahí ha cambiado algo, el extra terrestre ya no es tan exterior.

Seguramente el desconcierto del bebé recién nacido no es menor que el del adulto confrontado con el extranjero. Una madre es pasadora, ella se vuelve pasante, y en ese mismo acto ocurre el pasaje al terreno humano.

Caso contrario, la madre del niño autista no logra pensar que el niño que lleva en su vientre o que está en la cuna es un ser hablante desde siempre, que es hablante en su ser, aunque no lo haga efectivamente al nacer o unos meses después. Hablarle sería para ella totalmente incongruente. Por lo cual no le hablan no le dirigen la palabra.
Hay madres, la de los niños autistas que se sienten en la imposibilidad de creer que su hijo diga o muestre algo con un significado más allá de una inmediata necesidad a satisfacer (alimentar, aseo, sueño).
Una madre usa su ilusión anticipatoria y atribuye significado a los movimientos y sonidos de su hijo por más inarticulados que sean. Presentárselos en tanto los consideramos que pueden constituirse en mensajes que él bebé nos dirige. Apostar a que se instaure un sujeto humano, aunque aparezca insensato a los ojos de la ciencia.
En la vida diaria, el amor sale del juego, cada vez menos humanos corren ese tipo de riesgo. La ciencia se presenta como el lugar de las certezas.
La tecnología no demanda nada, no pide nada. Como dije antes, la ciencia moderna ignora la condición humana, es decir, la condición de que haya un sujeto que toma siempre algo por otra cosa.

Una pedido que desde el comienzo es demanda de otra cosa. Una demanda siempre es pedido de amor.

Una demanda requiere una respuesta que también es -no sólo y de una manera evidente- una respuesta a otra cosa, -ahí lo importante- pues se trata de aquello que constituye al grito en llamado.

Cuando la madre responde a los gritos del niño, ella los reconoce constituyéndolos como demanda, como pedido, pero lo que es más importante es que los interpreta sobre el plano del deseo del niño.

La función materna consiste en alojar al sujeto en un deseo particularizado, aunque más no sea por la vía de sus propias carencias.

El que responde es el responsable.
El adjetivo responsable apareció en el siglo XVIII. Responsable y responsabilidad corresponden al verbo latino respondere que significa 'prometer', 'merecer', 'pagar'. El responsalis es el que risponde, ‘el fiador’. El responsum es ‘el obligado a responder de algo o de alguien’.
El verbo latino respondere se encuentra estrechamente relacionado con spondere ‘prometer solemnemente’, ‘jurar’, ‘asumir una obligación’. Así sponsio es la palabra más antigua para designar obligación. Sponsare significa ‘prometer en matrimonio’, ‘comprometerse con otra persona’, los sponsi son los ‘prometidos’.

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